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Historia, cultura y artes

 
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 Siglo XVII: Barroco

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España en el siglo XVII

España del barroco
En comparación con los reinados precedentes, el de los últimos reyes de la dinastía austriaca fue lamentablemente anticlimático. Tras la intensa actividad política y militar de Carlos V y el régimen personalista de Felipe II, sus sucesores, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, o no querían o no sabían gobernar, y dejaron los asuntos del reino en manos de favoritos o validos con frecuencia escogidos más por inclinación y afecto personales que por confianza en sus dotes políticas. La decadencia política, que en esta época se inicia, fue casi tan rápida como lo había sido el ascenso hacia la grandeza imperial.

A lo largo del XVII, también el Renacimiento italianizante fue cediendo en importancia ante la mayor influencia del espíritu nacional. La política de aislamiento de Felipe II, las victorias políticas y culturales conseguidas por los protestantes en Europa y, sobre todo, la tendencia general a cerrar las fronteras de España, la censura, para evitar toda posible contaminación de la herejía protestante, fueron convirtiendo el espíritu de la cultura española de este tiempo en un proceso de introversión, de búsqueda y mantenimiento de valores tradicionales.

Felipe III (1578-1621)
Felipe III, nacido en 1578, era hijo de Felipe II y de Ana de Austria, hija del emperador Maximiliano II. De carácter débil y melancólico, no había participado en los asuntos de gobierno mientras vivía su padre, quien lo sometía a un régimen de vida austera. De ello se valió un noble ambicioso, el marqués de Denia, luego mejor conocido como duque de Lerma, para ganarse la confianza del joven príncipe. Ya a poco de morir su padre, Felipe III dejó todos los negocios del estado en manos de su favorito, el duque de Lerma. Durante su gobierno, que duró más de veinte años, dirigió los destinos de España con un absolutismo y una arbitrariedad inconcebibles. Como es también inconcebible que la estulticia y abulia de un monarca pudiesen tolerar la evidente venalidad y desvergonzada corrupción que el ejemplo del favorito real causó en toda la administración del reino. Durante este reinado se trasladó la corte a Valladolid (1601), hasta que regresó a Madrid en 1606, después de haberse aprovechado de la rivalidad de ambas ciudades para conseguir grandes sumas de dinero, que los cortesanos gastaron en fiestas suntuosas.

La política exterior continuó dominada por los problemas religiosos heredados del reinado anterior. Para apoyar a los católicos irlandeses se declaró la guerra a Inglaterra (1601-1604), que terminó con la paz firmada con Jacobo I (1604). En Flandes, tras nueve años de guerra (1600-1609) en la cual los tercios españoles al mando del general genovés Ambrosio de Espínola se apoderaron de algunas plazas importantes, al mismo tiempo que se infligían grandes pérdidas al comercio holandés, se firmó la Tregua de los Doce Años (1609).

Las relaciones con Francia mejoraron a la muerte de Enrique IV, ya que su viuda, María de Médicis, era favorable a España, llegándose a concertar el matrimonio de Luis XIII con Ana de Austria, hija de Felipe III y la del príncipe heredero Felipe (IV) con Isabel de Borbón, hija de Enrique IV. Ya hacia fines del reinado, las relaciones con el Imperio de Austria obligaron a España a intervenir, de 1618 a 1621, en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) en auxilio de los católicos.

En la política interior sobresale por su importancia el viejo problema de los moriscos. Nunca sinceramente convertidos al catolicismo ni asimilados al resto de la población, los moriscos formaban, de hecho, una nación distinta dentro de la sociedad española. Sin embargo, su laboriosidad y su ocupación casi exclusiva en los trabajos de agricultura e industria artesana daban a su presencia en la sociedad una gran visibilidad y una importancia económica extraordinaria. En unas Ordenanzas, citadas en 1586, de los 63 oficios considerados como ocupación preferente de los moriscos, 20 están directamente relacionados con productos artesanales.

A pesar de la defensa de los nobles, cuyas tierras trabajaban laboriosamente, se decretó en un edicto de 1609 la expulsión de los moriscos valencianos y, en años sucesivos, se extendió el decreto a los de Andalucía, Murcia, Aragón y Castilla. Se excluyó tan sólo una familia de cada cien para que enseñaran sus oficios a los nuevos colonos y artesanos.

A pesar de ello, desde el punto de vista económico, la medida fue desastrosa; pues, con los moriscos, España perdió sus mejores artesanos y agricultores. La agricultura y productos de oficios artesanales del Levante, en especial, sufrieron un trastorno del que sólo muy lentamente se pudo recuperar.

Felipe IV (1605-1665)
Felipe IV nació en Valladolid en 1605 y era hijo de Felipe III y la princesa Margarita de Austria. Heredó el trono a la muerte de su padre cuando apenas contaba dieciséis años. De escasas dotes políticas, estuvo durante toda su vida más interesado en espectáculos y diversiones que en los asuntos del reino, defecto que había heredado de su padre.

Durante su reinado, España continuó el proceso de desintegración ya iniciado bajo el gobierno de su padre, que ahora se manifestó en los intentos de independencia de algunas regiones. Todas pudieron ser dominadas, menos Portugal, que en 1668 se separó definitivamente de España, poniendo fin a la unidad ibérica. El gobierno del estado estuvo influido por dos figuras tan distintas como interesantes: el conde-duque de Olivares y sor María de Jesús de Agreda. Durante los primeros años, el rey dejó todos los asuntos del reino en manos de su favorito, el conde-duque de Olivares, quien ejercía un poder absoluto sobre el rey. Era Olivares un hombre de grandes dotes y una inteligencia poco común, pero de un carácter irascible, ambicioso y soberbio. Bajo su dirección, el reinado de Felipe IV se vio envuelto en continuas guerras contra los adversarios de siglos pasados: Flandes, Italia y los príncipes protestantes alemanes. Aunque España, en la política exterior, quería continuar siendo rectora de la política europea y las tropas españolas consiguieron notables victorias, como en Flandes con la rendición de Breda (1626), era Francia, y no España, la nación que iba asumiendo el papel principal en la política europea.

En la Península misma, a causa de las guerras exteriores, la desmoralización general y la política centralizadora y absolutista del conde-duque de Olivares, poco inclinado a respetar los fueros tradicionales, se produjo un proceso de desintegración manifestado en varios intentos de independencia.

La sublevación de Cataluña comenzó con el asesinato del virrey por los campesinos catalanes ocurrido en 1640, pero se complicó porque, a instigación del cardenal Richelieu, los catalanes proclamaron una república independiente bajo la protección de Luis XIII de Francia. La guerra fue dura y se concluyó cuando los vejámenes de los franceses contra los catalanes convencieron a éstos que el absolutismo francés era todavía más opresivo que el español. Barcelona y, con la ciudad, todo el principado se rindieron en 1652.

Con seis meses de diferencia se produjo la sublevación de Portugal. Tuvo unas causas análogas a las de la guerra separatista catalana, aunque a ellas se añadía la pérdida de gran parte del imperio colonial portugués en las guerras contra Holanda e Inglaterra. El duque de Braganza se proclamó rey con el nombre de Juan IV y sus tropas, con el apoyo de Inglaterra y Francia, pudieron oponerse al rey durante casi treinta años. Carlos II, sucesor de Felipe IV, reconoció en 1668 la independencia de Portugal.

Felipe IV ha pasado a la historia con el sobrenombre de “el Grande”, que le dio la astuta adulación del conde-duque, aunque está totalmente injustificado, dadas las calamidades que tuvo que sufrir el país bajo su gobierno. La única nota de grandeza la dan a España las artes y las letras de este tiempo en el que el Barroco llega a su cumbre con Velázquez, Quevedo y Calderón de la Barca.

Carlos II (1661-1700)
Al fallecer Felipe IV en 1665 fue reconocido sucesor al trono su hijo Carlos II, que contaba entonces con sólo cuatro años de edad. De naturaleza raquítica y enfermiza, el nuevo monarca pasó una larga y triste infancia y, luego, casi toda su vida en manos de médicos, curanderos y exorcistas, incapaz de ocuparse de los asuntos del reino. A pesar de ello, quizá por su continente grave y majestuoso, su carácter noble y su piedad religiosa, gozó de una gran popularidad.

A causa de la debilidad del príncipe y para prevenir una repetición de las calamidades ocasionadas por los favoritos durante su reinado, Felipe IV había dispuesto que, durante la minoría de Carlos II, la reina madre, Mariana de Austria, quedase como regente, asistida por una junta de gobierno. Sin embargo, pronto sucedieron una serie de privanzas que sólo sirvieron para acentuar aún más la decadencia de la monarquía española, tanto durante la minoría del rey (1665-1675) como después durante su mayoría (1675-1700).

La política exterior de su reinado estuvo dominada por los conflictos con Francia. Debilitado ya el poder del imperio austriaco como resultado de la actuación de los ministros Richelieu y Mazarino, Luis XIV de Francia dirigió su atención al problema español. En consecuencia, España se vio envuelta en una serie de guerras incitadas por Francia, que terminaron por agotar a la nación, perdiendo en ellas el Franco Condado y varias plazas importantes en Flandes. A causa de estas guerras, España se vio obligada a liquidar el conflicto peninsular reconociendo la independencia a Portugal.

Aunque Carlos II contrajo matrimonio dos veces, de ninguno tuvo descendencia, por ello el tema de la sucesión española llegó a convertirse, incluso mucho antes de su muerte, en el asunto más importante en todas las cortes europeas. El rey, que se hallaba en un estado lastimoso de salud y estaba sometido a prácticas de exorcismos, al enterarse de que los soberanos europeos en el tratado de La Haya (1689) habían acordado un reparto de los dominios españoles, nombró heredero a su sobrino José Fernando de Baviera.

Ante la muerte prematura del heredero austriaco y tras un segundo convenio de partición firmado en Londres en el año 1700, Carlos II, convencido ya de que sólo la protección de Luis XIV podía garantizar la integridad del imperio español, puso de lado el tradicional antagonismo con Francia y nombró heredero a Felipe de Anjou, nieto de su hermana María Teresa y Luis XIV de Francia.

Pocos días más tarde murió el último representante de los Habsburgo de España, a pesar de su incapacidad ingénita para gobernar, muy querido y respetado por sus súbditos. A la muerte de Carlos II, España mantenía su grandeza territorial conservando casi intacta la herencia de Carlos V. Los dominios hispánicos comprendían, además de los territorios peninsulares excepto Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, el Milanesado, las ciudades de la costa toscana, Flandes y sus colonias del Nuevo Mundo, excepto Jamaica y algunas de las pequeñas Antillas.

El reinado de los últimos Habsburgo presenció al mismo tiempo un creciente desgaste de las estructuras sociales, un mayor ritualismo en la vida religiosa y un creciente empobrecimiento de la vida cultural española. Hubo todavía grandes manifestaciones del genio español -Velázquez y Calderón de la Barca, entre otros muchos- y no perdió el pueblo su fe en la verdad religiosa ni su creencia de que España representaba la defensa del catolicismo. Pero ya no mantuvo en este tiempo ni el vigor creador de la época imperial ni la seguridad característica de los primeros años de la Contrarreforma.

A medida que iba transcurriendo el siglo XVII eran más conscientes los españoles del contraste entre su convicción de la verdad religiosa y su evidente incapacidad de imponerla a un mundo hóstil. A la conciencia de este contraste y a la consiguiente orgullosa amargura con que el español reaccionó contra él, se debe la característica más notable y más española de la cultura del Siglo de Oro español, el sentimiento del desengaño, tan difícil de explicar, pero cuyos efectos se perciben tanto en la vida política, como en la religiosa y en la cultural.

Tras la consumación de la división religiosa de Europa y la renuncia de Carlos V a sus derechos al Sacro Imperio, su hijo Felipe II adoptó una política defensiva ante la Reforma y la división religiosa que ésta había causado en Europa. Para evitar que España se viera envuelta en las guerras religiosas como las que asolaban Europa, se introdujeron medidas políticas y culturales que impidieran la entrada de las nuevas ideas. El aislamiento de España frente a Europa, de que estas medidas fueron causa, tuvo por consecuencia que la cultura española se fuera haciendo más introvertida, buscando inspiración en su propia conciencia cultural, religiosa e histórica, y expresión en sus modos de ser tradicionales. Todo ello dio a la cultura española unas peculiaridades que muy bien se han llamado nacionales. Aunque el proceso de aislamiento se inició durante el reinado de Felipe II, sus efectos se hicieron claramente perceptibles en los reinados siguientes, a lo largo del siglo XVII. Aunque el llamado movimiento barroco y el proceso de introversión son independientes uno del otro, ambos coinciden cronológicamente en España.

El periódo barroco
El fenómeno cultural más importante y general a toda Europa durante el siglo XVII fue el llamado estilo barroco. Es en referencia a éste que se da con frecuencia el nombre de Período Barroco al comprendido entre mediados del siglo XVI y principios del XVIII.

Los orígenes del Barroco hay que buscarlos, como los del Renacimiento y del Manierismo, en Italia. Ya durante el siglo XV, los maestros y artistas italianos, aunque mantuvieron los cánones de los maestros renacentistas como un ideal artístico indiscutible, habían ido, a la vez, tomándose la libertad de reordenar los elementos y los temas para dar así a la obra una mayor personalidad y una expresión más propia dentro de los considerados cánones de la escuela, o manera, así llamado manierismo.

Como una evolución y, al mismo tiempo, en oposición al manierismo, se desarrolló en Roma, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, el llamado estilo barroco, término que, aunque aplicable primeramente a las artes visuales, arquitectura, escultura y pintura, se usa con frecuencia en referencia a las artes literarias y a la música. También se puede encontrar en las luchas religiosas de la Reforma y Contrarreforma que dividieron el campo cristiano europeo desde el siglo XVI. Llevadas éstas al campo político y cultural crearon unas tensiones que dividieron el arte entre protestante y católico acentuando sus diferencias en la expresión del sentimiento religioso

Con abandono de la serenidad típicamente renacentista, el Barroco deriva hacia una agitación, tanto intelectual como sensual, que pretende dar cauce a todos los sentimientos. Esta agitación se manifiesta en una inclinación hacia la exageración de lo suntuoso, y recargado, con énfasis del contraste y efectismo, del movimiento y de la acción, todo ello, con frecuencia ofrecido con un vestido de nociones y temas humanísticos usados para expresar nuevas ideas y relaciones. Con su afán de reinterpretar los temas renacentistas, el Barroco abandona las reglas y la circunspección buscando sobre todo la intensificación, la exaltación de la realidad. Por ello se mezclan en él elementos realistas con otros claramente idealizantes.

El Barroco ha sido llamado con frecuencia el arte de la Contrarreforma, por haber sido el estilo preferido por los países católicos durante el tiempo de los grandes conflictos religiosos. No es cierto que el catolicismo haya creado el Barroco para combatir la Reforma protestante, puesto que sus raíces se encuentran ya en la derivación del arte renacentista hacia el manierismo. Pero frente a la postura austera del protestantismo, opuesta al excesivo uso de imágenes de santos y lujo decorativo en los altares, el estilo barroco proporcionó al catolicismo los medios plásticos para la defensa y engrandecimiento de los puntos más característicos de la controversia: la Iglesia como institución, la veneración de los santos, la celebración de los misterios religiosos y la liturgia como culto público y oficial. Y mientras la Iglesia católica con sus misterios, sus temas bíblicos, su liturgia y el culto a los Santos proporcionó una mina inagotable de inspiración a los artistas, el gusto barroco influyó grandemente en el desarrollo del aparato dramático y el boato con que la Iglesia católica reaccionó contra el subjetivismo religioso de la Reforma. En este sentido, se puede decir igualmente que el Barroco influyó en el catolicismo como éste en aquél.

Pero además de estar asociado con la religión, el Barroco lo está con la Iglesia como institución religiosa, pública y social; y con el concepto monárquico del Estado, el Rey y la Realeza como las mayores instituciones políticas. Por ello, palacios e iglesias, reyes, nobles y santos son los temas preferidos de este arte.

Artes del barroco europeo
La arquitectura barroca prevalece sobre toda otra manifestación artística, usando las demás –escultura, pintura– como elementos constitutivos del efecto plástico que quiere conseguir. La finalidad de la arquitectura barroca es la expresión del espacio. Para ello se abandonan las líneas definidas y rectas del Renacimiento, para dar preferencia a la línea curva por ser más dinámica.

El conjunto arquitectónico está generalmente concebido en función del lugar, plaza o calle, a que se destina. Las fachadas adquieren gran importancia, a veces, casi independencia del resto de la obra; mientras que en los interiores, las líneas constructivas desaparecen bajo una abundante ornamentación con exuberancia de flora y fauna, sobre numerosas cornisas y columnas griegas y romanas. De éstas, las retorcidas, llamadas salomónicas, son las más comunes. También las plantas constructivas cambian, manifestándose preferencia por las circulares, elípticas o mixtilíneas. Dado el predominio de los elementos decorativos sobre los constructivos, se puede afirmar que el estilo barroco más que un estilo de arquitectura es una forma de decoración arquitectural.

De especial interés es la arquitectura barroca de Francia, que llega a su apogeo con Luis XIV, el Rey Sol, en el famoso palacio de Versalles. El barroco francés, aunque de origen italiano es, a la vez, una reacción contra el exceso ornamental italiano, y así se mantiene más clasicista, guardando líneas estructurales y decorativas más en consonancia con la tradición renacentista.

La escultura barroca está especialmente subordinada a la arquitectura. Concebida para un lugar determinado en la obra arquitectónica, busca con ella un efecto de conjunto. Con el efectismo de ropajes y el patetismo de posturas, gestos y expresiones, la escultura barroca ayuda a dar movilidad y vida a la estática arquitectónica. A la vez, y como consecuencia, capta los momentos transitorios del movimiento y los reflejos de los estados anímicos. Por esta razón son sus características más importantes el realismo –retrato del objeto en sus más mínimos detalles– y el idealismo con que se fija la realidad en su sentido armónico y atemporal, en el que se ve un reflejo del espíritu.

La pintura barroca se caracteriza por dos elementos fundamentales, el realismo y los efectos de luz. Se desvaloriza la línea, el contorno, la perspectiva geométrica, y se insiste, en cambio, en líneas movidas, escorzos, visión profunda, todo ello a base de efectos y contrastes luminosos. Es el color y la luz lo que hace destacar los objetos y las figuras en función de su importancia. En los temas se busca el símbolo, la asociación de significado, por ello los cuadros tienen con frecuencia varios niveles de significación, producto de unas asociaciones paralelas a las usadas en el conceptismo literario. Como en la arquitectura, también en la pintura, el concepto clásico de que cada elemento tiene un valor de por sí, cede a la idea barroca de que sólo el conjunto tiene una estricta unidad que se percibe en la visión pictórica.

Se buscan modelos en la vida y se los expresa tal como se los ve, aunque no se depende del objeto, ni se debe idealizar en exceso ni presentar la realidad con crudeza. Como explica Vicente Carducho (1576-1638), pintor de la corte del rey Felipe III, en sus “Diálogos de la pintura” que si el realismo es importante más lo es el decoro con que se trata el objeto.

“lo que se debe huir de usar en las pinturas, [son] conceptos, trajes y acciones y rostros bajos y de poca autoridad: no digo que se pinte al pastor con pellico de blanco armiño, ni la cayada del sacro laurel, ó cedro, ni a la pastora con rayos de Sol por cabellos, y dos luceros por ojos, ni por calzados coturnos ricos, ni los candores y cristales deshechos, y otras cosas semejantes, de que usan los Poetas, con sonorosas voces a los oidos: pero tampoco han de abajarse tanto, que al pastor le pinten con los pies desnudos asquerosamente, como algunos han usado (aunque en figura de Jacob) ni a Raquel con un sayuelo sucio, y remendado con un mal, e indecente tocado, debajo de un techo ahumado, con un gato, ó perro a la sombra de un tosco tajo, ó banquillo de tres pies, a quien cubre cualquier jarro, ó plato, si ya no alguna rueca de la Sierra muy descompuesta.”

Al hablar de literatura barroca, se transpone un término que primordialmente se refiere a las artes plásticas: arquitectura, escultura y pintura. La literatura renacentista se caracteriza por la presentación equilibrada y comedida de los temas, la claridad en la definición de los caracteres, motivos e ideales y sobre todo por la importancia y la fe que demuestra en el ser humano y la sociedad en que vive.

La literatura barroca, por el contrario, es, como la arquitectura, una obra en la que los temas adquieren valor en función del conjunto. En su presentación reina la vehemencia, la tensión, el dinamismo y, sobre todo, como el claroscuro de la pintura, el contraste. También se manifiesta en la literatura como enfrentamiento de contrarios: lo bello y lo feo, lo refinado y lo vulgar, lo social y lo antisocial. La sensibilidad agitada y sensual del Barroco, que en arquitectura se manifiesta por lo recargado y ampuloso, se manifiesta en literatura también por una ampulosidad y recargamiento del lenguaje culto y latinizante que da lugar al fenómeno conocido por el nombre de cultismo o culteranismo, o del contenido conceptual, con la expresión rebuscada, llena de referencias ingeniosas que da lugar al llamado conceptismo. Un conceptismo muy semejante al literario es muy frecuente en la pintura barroca europea.

Artes nacionales del barroco español
Al hablar del arte español del siglo XVI se les nombra con frecuencia como arte barroco o arte nacional. Aun siendo difícil hacer una distinción entre ambos expresan dos conceptos distintos. Aunque era, como el renacentista, de origen italiano, el estilo barroco, por su mayor énfasis en la originalidad y la interpretación personal de los temas por parte del artista, se adaptó fácilmente a expresar la sensibilidad española. Además, al dejarse aplicar fácilmente a la exaltación de los conceptos de Iglesia y Monarquía, que eran los ideales máximos de la sociedad española, el barroco fue instrumento fácil para la expresión de los sentimientos políticos y religiosos de la época.

En sus aspectos formales el barroco español sigue de cerca las formas que aparecen en otros países europeos. Sin embargo, dadas sus circunstancias históricas, religiosas y políticas, las pugnas y contrastes interiores, la vehemencia y patetismo barrocos aparecen en España con un vigor y exageración mayores que en otras partes. En la escultura y pintura de tema religioso, que son los más, el realismo del barroco no disminuye el sentimiento espiritual que se da a la interpretación artística. Frente al arte italiano, el español busca una mayor realidad; frente al norte europeo mantiene una mayor fervor religioso. En este sentido se puede afirmar que España vive y siente el Barroco con una mayor intensidad que la que demuestran los demás estilos barrocos europeos.

En España la literatura barroca manifiesta además unas características especiales que nacen del momento histórico en que vive España, por una parte, de decadencia política y, por otra, de impotencia religiosa frente al protestantismo. Por una parte, la pugna del idealismo y el realismo se hace más marcada; por otra parte, se siente melancolía y pesimismo ante una decadencia inevitable de la ortodoxia religiosa y de sus defensores, ante la herejía y el triunfo de sus seguidores. Por ello el Barroco español es, además, antieuropeo. Al identificar a mucho de Europa con la herejía, España intenta aislarse para así poder mantener, sin discusión, su fe y sus formas de vida tradicionales. Esta actitud emocional, pesimista, melancólica y resentida ante la vida humana y la sociedad en general recibe el nombre de desengaño y es una de las características más marcadas del Barroco español.

Los escritores barrocos muestran estas características de maneras diversas: mientras unos se limitan a una queja desalentada y estoica, otros se alejan de la realidad para buscar refugio en el arte, y todavía otros critican la sociedad con una finalidad moralizadora. Es decir que la literatura española de esta época sigue tres direcciones principales: la estética, la estoica y la moralizante, quedando dominada por el culteranismo de Góngora, el conceptismo de Gracián y la protesta desilusionada de Quevedo. Finalmente, y como broche precioso de una gran época, hay que notar el tradicionalismo optimista de Calderón de la Barca. Con él se cierra el periodo barroco y el Siglo de Oro español.

Arquitectura española
El primer período del Barroco español, correspondiente a la mayor parte del siglo XVII se caracteriza todavía por una gran sobriedad, debida a las formas herrerianas en que se basa, y, también, a la influencia italiana que mantiene. A principios de siglo trabajaba en Castilla Juan Gómez de Mora, a quien se debe el monasterio de la Encarnación, el Ayuntamiento de Madrid y el Colegio de Jesuitas de Salamanca –La Clerecía– que es, sin duda, su mejor obra. El patio interior de la Clerecía es uno de los más hermosos del barroco español. En Toledo, el hijo de El Greco, Jorge Manuel Theotocopulos, dirigió las obras del Ayuntamiento, una de las obras que mejor expresan la elegante línea del barroco español.

En Andalucía, ya hacia fines del siglo, Alonso Cano (1601-1667), también pintor y escultor, inició la tendencia hacia el mayor esplendor ornamental que caracterizó el segundo período del Barroco español. A Alonso Cano se deben, además de numerosos retablos, la fachada de la catedral de Granada. Son notables también las iglesias andaluzas, cuyas fachadas están adornadas con frecuencia de brillante colorido.

Ya hacia fines del siglo XVII se percibe claramente una tendencia general hacia una ornamentación más abundante y recargada. Obras importantes de fines de este siglo son la basílica del Pilar, obra de Francisco de Herrera, y la iglesia de San Cayetano, de Francisco Villanueva, ambas en Zaragoza, y la esbelta y elegante torre de la iglesia de Santa Catalina, obra de J. B. Viñes, en Valencia.

Escultura española
En el siglo XVII, el concepto escultórico cambia profundamente. El equilibrio, entre masa y movimiento, característico en el arte renacentista se abandona en favor de este último. Movimiento y expresión son las características de la escultura barroca, aunque sólo llegará a su extremo en el siglo siguiente. Uno de los aspectos que distingue la escultura española es su marcado carácter religioso, mayor todavía que el que señala la pintura. La demanda de imágenes para iglesias, monasterios y conventos hace que sean las religiosas y no las profanas, las que se producen con más frecuencia y con mayor calidad.

Por estar destinadas al culto religioso, estas imágenes ofrecen gestos y actitudes que las distinguen de la escultura realista del norte europeo y de la escultura idealizada de Italia. Pero al mismo tiempo la escultura del barroco español participa de los dos, realismo e idealización, en una combinación típicamente española; se percibe un realismo de detalle que tiende a resaltar el carácter religioso de la imagen idealizada. Hacia fines del siglo se generaliza claramente una tendencia hacia una más abundante y recargada ornamentación de los altares y un movimiento y patetismo de las figuras, consecuente con el de la arquitectura.

Retablos
Los grandes altares y retablos en las iglesias ya importantes desde la Edad Media demuestran durante este siglo la renovada importancia que durante la Contrarreforma se daba al culto en torno a la celebración de los oficios litúrgicos. En ellos, a fines del siglo, más todavía que en la arquitectura exterior, se nota la tendencia hacia su exageración ornamental.

Típicos de este estilo y expresión de la espiritualidad de este tiempo se han conservado numerosos retablos en iglesias españolas. Son importantes el de Santa María de Viana, y el de San Panciano en la catedral de Barcelona, el de Santa Teresa, en el Convento de las Carmelitas de Avila.

La forma más popular de la escultura española continúa siendo la de imágenes talladas en madera policromada, en las que los artistas demostraban un extraordinario realismo de detalle y colorido. Estaban destinadas en su mayoría para llenar los altares que presidían el culto público. Muchas estaban vestidas de ricos ropajes que sólo dejaban ver el rostro y las manos y estaban destinadas principalmente para las procesiones públicas, tan frecuentes e importantes en este tiempo.

De éstas las más importantes son los Pasos de Semana Santa, joyas preciosas del arte escultórico español. En general los pasos son imágenes y grupos de tema religioso de acentuado patetismo, en los que la expresión se concentra en el rostro mientras el cuerpo queda cubierto de ricos mantos y ropajes. Las representaciones trágicas –Salvador, Virgen Dolorosa y escenas de la Crucifixión– contrastan con frecuencia con el sentido caricaturesco que se da a los esbirros, o la fealdad del traidor Judas.

Imágenes
Muchas de las imágenes religiosas de notables artistas continúan en las iglesias y sirven a la finalidad religiosa para que fueron concebidas, otras se encuentran aisladas en museos procedentes de iglesias destruidas.

Como en pintura y arquitectura, también en escultura se nota la diferencia regional entre la zona castellana-andaluza y la catalana-valenciana.

La gran figura de la escultura barroca castellana del siglo XVII es Gregorio Fernández, o Hernández, (1576?-1636) quien es, por sus temas y por su realización de las figuras, un gran intérprete de la espiritualidad española de su tiempo. Entre sus obras más notables, todavía veneradas en las iglesias, hay que citar su “Cristo en la Cruz”, “Cristo a la columna” y “La quinta angustia”, ésta su más feliz y difundida creación, de la Virgen Dolorosa, y una notable serie de Santos y Santas, entre ellos Santa Teresa de Avila y San Juan de la Cruz en el convento de las Carmelitas de Avila.

En Andalucía fueron notables, Juan Martínez Montañés (1568-1648) por su “Inmaculada”, “Santo Domingo” y “San Juan”, Manuel Pereira (1588-1665) con su “San Bruno”, Alonso Cano (1601-1667), ya mencionado como arquitecto, con su “Inmaculada” y “Cristo crucificado”; Pedro de Mena (1628-1688), de un mayor sentido patético y místico, evidente en sus “Dolorosas” y santos ascéticos, “Magdalena penitente”, “San Francisco”, a los que debe principalmente su fama.

En la segunda mitad del siglo se destaca Pedro Roldán (1624-1700), con su “Dolorosa”, de la que se conserva solamente su busto, “Descendimiento de la Cruz, y “Cristo orando por el mundo”, ambas en el Hospital de la Caridad de Sevilla, entre muchas otras obras. Se destaca también su hija, conocida como La Roldana, que trabajó en su taller. Muchas de sus obras están el Monasterio de las Descalzas Reales.

Durante el siglo XVII , la producción de escultura política y secular se mantiene escasa. Pero en esta época llegan a España dos magníficas estatuas ecuestres, la estatua de Felipe III, de Juan de Bolonia, y la estatua de Felipe IV, de Pedro Tacca, que todavía adornan respectivamente la Plaza Mayor y la de Oriente de Madrid.

Pintura española
A mediados del siglo XVII, correspondiendo con el apogeo de la pintura barroca en Europa, se da el gran momento de la pintura española. La falta de una clase mercantil, poderosa y rica como la había en Flandes, o cortesana y refinada como se dio en Italia, hizo que los mecenas y adquiridores de pintura en España fueran los reyes y nobles para los palacios y los obispos y abades de las órdenes religiosas para iglesias y sus monasterios. Es ello lo que determinó no sólo la dirección del arte sino la selección e interpretación de los temas de la pintura.

En la pintura secular, los pintores de la corte usan temas políticos. También se da una pintura secular, que toma temas humanistas y conceptos de referencia barrocos, incluso éstos aceptan las mismas restricciones que se apreciaron la pintura renacentista.

Se dan, como en escultura, escuelas regionales de marcadas características, entre las que sobresale la andaluza y la de Levante. La gran escuela de pintura barroca española comenzó con los levantinos, Francisco y Juan Ribalta. Con ellos se introdujo e hizo famoso en España el estilo napolitano, llamado tenebrista por sus violentos contrastes de luz y sombra. Francisco Ribalta (ca. 1564-1628) de formación italiana, combina en sus cuadros brillante colorido, tenebrismo y conciencia de dibujo. La obra de su hijo Juan se une tan de cerca a la de su padre, que se suele hablar de Ribalta, como de un solo pintor. Son famosos “La Ultima Cena”, “El Salvador” “El bautismo de Jesús” y “La visión de San Francisco”, que, en ejemplares únicos o en réplicas del autor, se veneran en iglesias o exhiben en museos.

Su discípulo José de Ribera (1591-1652) es, sin duda, el tenebrista más importante del siglo XVII. Inició su educación en Valencia, pasó más tarde a Italia, estableciéndose en el año 1616 en Nápoles, donde recibió el nombre de Spagnoletto con que también se le conoce y donde pintó los numerosos cuadros que le eran encargados desde España. En su período tenebrista Ribera pintó, destacando con crudeza, sobre el fondo oscuro, las figuras semi desnudas de sus santos y apóstoles, “El Apóstol San Andrés” y “San Bartolomé”, “San Pedro penitente” o las series de filósofos y apóstoles. Más tarde fue derivando paulatinamente hacia fondos más claros, aunque reteniendo en sus cuadros el valor plástico y el realismo de sus figuras.

Escuela castellana y andaluza
Juan Bautista Maino (1568-1649) nació en Pastrana (Guadalajara) de padres españoles. Su vida y su primera obra transcurren en Toledo donde ingresa en el convento dominico de San Pedro Mártir y donde conció a El Greco. Más tarde residió en Madrid donde fue maestro de dibujo del Infante, luego rey, Felipe IV. Pintor original, con trazos naturalistas, aunque en sus lienzos, (“Adoración de los pastores” y “Adoración de los Reyes Magos”) une una composición barroca, con una idealización muy española.

Contemporáneo suyo fue Francisco de Zurbarán (1598-1664), extremeño de nacimiento, aunque andaluz por su educación. Sin duda es el mejor pintor religioso del siglo XVII. Lo mejor de su obra consiste en cuadros de santos de órdenes religiosas, cuyas figuras trabaja con un gran naturalismo infundido de un vigoroso sentido religioso, y “Agnus Dei”, cuadro que repitió casi de forma identica, con excepción del halo sobre la cabeza del cordero, que omite en uno. Zurbarán comenzó también bajo la influencia de los tenebristas de principio de siglo, aunque más tarde, por influjo de las escuelas andaluzas, fue derivando hacia una pintura colorista de mayor suavidad y amaneramiento. Zurbarán se distinguió también como pintor de bodegones y retratista sobre todo de monjes y eclesiásticos.

El pintor más importante de España y uno de los más famosos entre los europeos fue Diego Velázquez de Silva (1599-1660), considerado además como el representante más genuino de la pintura española. En su primera pintura, Velázquez se siente influido por la corriente "tenebrista" todavía en boga, aunque señala ya una de las características fundamentales de su pintura, la copia fiel y naturalista del sujeto. De esta época son “El aguador de Sevilla”, “La adoración de los Magos” y “Cristo en casa de Marta y María”. En 1628 conoció a Rubens, cuya estancia en Madrid constituye uno de los momentos más importantes en su formación. Pinta entonces su primer cuadro mitológico, “Triunfo de Baco”, conocido popularmente por “Los Borrachos”, en el que se percibe la concepción burlesca e irónica característica de sus cuadros mitológicos con su mezcla de idealismo humanista con realidad popular, incluso vulgar. Otros cuadros en esta vena, aunque más próximos al juego conceptista son “La Venus del espejo” y “Marte cansado”. De sus cuadros de tema religioso son de notar “La coronación de la Virgen” y su “Cristo crucificado”, éste la interpretación más popular todavía hoy en España.

Tras su viaje a Italia (1629-1632) Velázquez mantuvo una gran actividad como pintor de la Corte. A esta época corresponden los retratos ecuestres de Felipe IV, del conde-duque de Olivares, retratos de caza del rey, los bufones y una de sus mejores obras, “La rendición de Breda”, conocida también como “Las lanzas”. Tras otro viaje (1649,-1651) a Italia, realizado con el encargo de adquirir cuadros para Felipe IV, Velázquez pintó los cuadros que más fama le han dado: “Las hilanderas” y “Las meninas”. Este último admirado por la calidad artística del medio ambiente y el juego conceptista de la perspectiva espacial.

Notable también es el sevillano Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682), y uno de los pintores que más popularidad ha conseguido dentro y fuera de España. Murillo prefiere para sus cuadros religiosos una pintura idealizada, que se caracteriza por una gracia amable, una suavidad casi excesiva en sus figuras religiosas y una intimidad familiar que constituyen el fundamento de su gran popularidad. De éstos, “La Inmaculada Concepción”, una de sus más agraciadas creaciones la cual repite frecuentemente, y “La Sagrada Familia del pajarito”, “El Divino Pastor”, “Jesús con San Juan Bautista”, sus numerosas composiciones de la “Virgen con el Niño” son las obras más conocidas y apreciadas.

Muy celebrados son también sus cuadros de niños en los que la vida toma un aspecto picaresco, entre irónico y pesimista. Son temas de género, en los que la intimidad y dulzura se mezclan con el realismo de detalles y el color con los contrastes vigorosos de luz y sombra.

El más barroco de los pintores españoles del siglo XVII es sin duda el sevillano Juan de Valdés Leal (1622-1690). Sus obras demuestran la agitación y el dinamismo violento, en paños y figuras, que son las notas características de su estilo. Muy famosas son sus dos series de cuadros de la Vida de San Ignacio, una de ellas, de tamaño monumental, encargada por los jesuitas de Perú. Aunque su fama como culminación barroca se debe sobre todo a los cuadros pintados para el Hospital de la Caridad de Sevilla, en los que con tétrico y escalofriante realismo pinta el triunfo de la muerte sobre el mundo.

Juan Antonio de Frías y Escalante nació en Córdoba en 1633 y murió en 1670 después de haber desarrollado una importante carrera en Madrid donde había sido discípulo de Francisco de Ricci, o Rizi, (1614-1685). Sintió una gran admiración por la escuela veneciana, Tintoretto y Veronés, y por Van Dyck. A pesar de su temprana muerte, es considerado como una figura importante de la escuela de pintura de Madrid.

Contemporáneo suyo fue Claudio Coello (1635-1693), el último gran pintor del Siglo de Oro español. Aunque había estudiado las obras de Tiziano y Rubens, Coello se mantuvo en la escuela de Velázquez, cuya influencia demuestra claramente. Sus obras más importantes, cuadros y frescos, adornan, entre otros, la catedral de Toledo y el monasterio de El Escorial. Es también famoso su “Aparición de la Virgen a San Luis de Francia”, de notable composición y dramatismo cromático, aunque también denuncia un manierismo efectista.

Su fama y con él, la de la pintura espanola, comenzó a declinar con la llegada a España, en 1692, del italiano Luca Giordano, más conocido como Lucas Jordán (1632-1705), comisionado por el rey Carlos II para continuar la decoración de El Escorial, quien con el favor real llegó a establecer su influencia en la pintura española de su tiempo.

Artes industriales
La cerámica hispano morisca tan floreciente en los siglos anteriores, XV y XVI sufre una decadencia tanto en calidad como en favor. Los conflictos entre cristianos y musulmanes que llevan a la orden de expulsión a principios del siglo empobrecen las industrias de Levante, sobre todo en Valencia. La autorización real de permitir la permanencia de una minoría morisca no ayuda y la industria cerámica, sin dirección se empobrecen. Las águilas y pavos reales se convierten en el “pardalot” (pajarotes) pobremente dibujado y lo mismo ocurre con las hojas y flores.

De interés es la instalación de órganos en las grandes iglesias y catedrales con los que la música barroca alcanza su mayor capacidad de expresión.

La orfebrería subraya con énfasis puntos de doctrina y culto religioso, discutidos, o rechazados por la Reforma protestante. Así la adoración de Pan eucarístico y la veneración de las reliquias de santos, arraigada en la tradición cristiana desde la Antigüedad, recibe ahora la atención de los orfebres con magníficas mostranzas y ricos relicarios.

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